La mirada de la Gorgona

Hace tiempo que se puso en funcionamiento con intachable éxito la más perfecta expresión de la esclavitud humana: Internet. Ni en sus más paranoicos sueños de omnipotencia el más paranoico de los tiranos, ya se busque en los libros de historia o en la literatura, concibió nunca semejante instrumento de control definitivo sobre la conciencia de la chusma mundial. Internet es la Gorgona, quien mira una solo vez directamente a sus ojos queda para siempre convertido en piedra. Basta una sola vez. Esa única página abierta, cinco minutos navegando por la red, proporciona un conocimiento exhaustivo sobre cada uno de vuestros miedos, vuestros deseos, vuestras limitaciones, vuestras miserias. Y esa información queda atrapada de por vida a disposición de aquellos que saben usarla. La IP que sois, en la que os habéis convertido, no deja de crecer. Vosotros mismos alimentáis incesantemente esa cifra que contiene un infalible mapa de vuestra vulnerabilidad.
Antes el mejor amigo del hombre era el perro, ahora lo es la tecnología. El perro nunca muerde la mano de quien le da de comer, la tecnología devora el alma de sus dueños. Y estos adoran ser devorados. Alguien os está apuntando con una pistola en el entrecejo mientras está meándose en vuestra cama, destrozando todas vuestras pertenencias, violando a vuestros hijos, cortando en pedazos a vuestros padres y balbucís: “Gracias, gracias de todo corazón”. Internet es la bala que tenéis alojada en el cráneo desde hace tiempo, y vuestro diario parloteo soez y patético en la red no es más que una prolongada fórmula de agradecimiento a vuestros asesinos.
Sois masa cobarde y aun en vuestra tenaz ignorancia no podéis dejar de reconocerlo y sentirlo. Fingís no saber que la webcam que está apuntando directamente a vuestros ojos, que es la ventana directa a vuestro cerebro, está siempre en funcionamiento. Sabéis que cada una de vuestras consultas y búsquedas, de vuestros comentarios y emails, desde los más triviales o los más íntimos, de vuestras contraseñas y movimientos, de vuestras llamadas telefónicas, de vuestros escritos y fotografías, de vuestros documentos y perversiones secretas están a disposición de un ojo que os vigila. Y no os importa. Es más, gozáis sabiendo que sois inofensivos. Adoráis vuestra esclavitud porque en vuestra infinita insinceridad y cobardía llamáis a eso ser una persona de bien. Os tranquilizáis preguntándoos: ¿qué tengo yo que esconder si no soy más que un ciudadano común?, ¿quién va a querer espiarme a mí? Sí, tenéis razón: no tenéis nada que esconder y no sois peligrosos. Y no podéis imaginar hasta qué punto esto es verdad. Ha quedado ratificada la abrumadora mediocridad e idiocia de la práctica totalidad del género humano. Ni una sola voz se ha alzado contra la más perversa de las invenciones. Todos estáis de acuerdo en que el invento ha mejorado vuestras vidas. Internet es invencible porque es unánime.
La www ha entrado en vuestras vidas para calcular con exacta precisión la magnitud de la esclavitud que os va a ser aplicada. No está en juego vuestra libertad, porque en realidad nunca la habéis tenido y ni siquiera sabéis lo que es, solo se está midiendo el grosor de vuestros grilletes, la longitud de vuestras cadenas y si vuestra celda puede ser aún más estrecha. Y los resultados están superando las previsiones más osadas: queda aún un margen insospechado para la postración de la plebe. ¿Qué habéis perdido? Todo. O lo que es lo mismo: la intimidad de la conciencia. Sin ella el ser humano es una cáscara. Quien os la extirpa lo sabe. Pero ¿qué culpa tiene el ladrón cuando habéis sido vosotros quienes con la mayor de las sonrisas habéis corrido a llenar sus bolsillos con vuestra única pertenencia? En vuestra ilimitada estupidez os habéis despojado de lo único valioso que poseéis. Internet es la justa retribución a vuestra inagotable necedad: desconocéis absolutamente todo acerca de vuestra propia naturaleza, pero pretendéis poder acceder al conocimiento de todo lo demás. Atragantaos y reventad.
Querido insignificante plebeyo, cuéntele a la pantalla detalladamente cada una de sus frustraciones. Deje escrita en Google la cifra exacta de su ignorancia. Y sea prolijo, no se preocupe. Escape, acuda a esa página que le hace olvidarse de todo. Ahora, cuéntele sin ahorrar detalles eso que puede usted llamar sin ningún complejo su propia filosofía de la vida. Quiero ver qué le hace reír, y luego qué le hace llorar. Y ahora cuánto se indigna y a qué conduce esa indignación. Sus ojos, su boca, su expresión nos ayudan a conocerle maravillosamente. Pida, estamos aquí para darle todo lo que quiera. La pantalla también necesita saber lo que prefiere que sus amigos, familiares, pareja y jefe piensen de usted. Y ahora cuente lo que en realidad piensa de sí mismo. Lo está haciendo muy bien, siga así, desnúdese, no tiene por qué mentir, está completamente solo. No se guarde absolutamente nada, ¿por qué va a hacer semejante cosa? Igual que quiere saberlo todo de los demás, la pantalla quiere saberlo todo de usted. Pero recuerde, la pantalla es el pozo de los secretos. Haga un esfuerzo, la ocasión lo merece, en este momento nos va a volcar lo mejor de su cerebro, toda su fuerza e inteligencia debe estar contenida en el email que se dispone a enviar. Necesitamos saber con exacta precisión qué hace su espíritu, su inteligencia, cuando su voluntad trata de domeñarlos. ¿Qué hace detenido en esta página? Lleva más de diez minutos. ¿No se da cuenta de que soy la ventana total al mundo total y usted no lo está aprovechando? Allá usted. Bravo, así es, mucho mejor, divague, navegue, mezcle sin reparos. Sea trascendente. Ha pasado un minuto. Compórtese frívolamente, a qué viene tanta intensidad. Elija una página, mejor dos o tres, a las que jurar adicción. Va a entrar compulsivamente en ellas casi todos los días de su vida para ofrecernos el testimonio renovado de que continúa viviendo en una completa apoplejía.

Existen en todo el mundo alrededor de cincuenta millones de personas con conocimientos informáticos suficientes para burlar sistemas de seguridad y meterse sin ser descubiertos en dispositivos ajenos. De esos potenciales hackers solo una mínima parte, unos cuarenta mil, están realmente capacitados para introducirse sin hacer ruido en un alcatraz informático. Mediante sus ataques, alrededor del treinta y tres por ciento de esa aristocracia tan solo busca impresionar a alguna compañía o institución que les haga nadar en dinero. Otro treinta y tres por ciento prefiere disfrazar sus acciones con las galas de la filantropía, y por eso ataca a multinacionales, bancos, gobiernos y a esa clase de objetivos señalados por el vulgo como culpables de sus míseras vidas. Julian Assange y su ridículo Wikileaks es el mejor ejemplo. Y, finalmente, tenemos otro treinta y tres por ciento que además de por la avaricia se mueve por una acendrada e infantil egolatría, son los Steve Jobs, Bill Gates, Zuckerberg o Larry Page. Estos payasos endiosados, en realidad, cuentan tan como poco como la vulgar canalla que ayudan a controlar.
Nos queda un uno por ciento, a lo sumo cuatrocientos individuos, que conforma una críptica élite de informáticos cuya habilidad sobresale muy por encima del resto. Sus primeros pasos demostraron que estaban llamados a hazañas de mucha mayor envergadura que inventar Facebook o Google. En silencio, ya han accedido a fortunas imposibles de gastar, pues son iguales al dígito que caprichosamente quieran escribir en una pantalla. Pero sus movimientos no están determinados por la avaricia. Tampoco se engañan respecto a los estúpidos discursos humanísticos. De hecho, son muy conscientes de lo que representa en realidad Internet: el más perverso sistema de dominio jamás articulado. Alejandro Magno, Julio César, Carlo Magno, Carlos V, Napoleón, Hitler y Stalin, Dios y el Diablo, todos juntos acumularon menos poder que el que puede ejercer con un solo click cada miembro de esta nueva y definitiva nobleza, los trabajadores de la Gorgona. Casi todos están cagados de miedo. Pero ya no pueden salir. Así las cosas, la única alternativa que tienen es dejarse embriagar por la fascinadora experiencia de formar parte de esta maquinaria. Eso o el suicidio, salida que ha sido elegida la mayoría. A día de hoy, a las 23:47 quedan vivos ciento ochenta y tres. ¿Qué persiguen? O mejor dicho ¿qué perseguimos los que aquí seguimos? Sería fácil recurrir a la común explicación que postula que después del dinero tan solo queda el deseo de poder. Y en esencia es cierto. Buscamos el poder por una simple razón: una vez que has visto cómo funcionan las cosas desde su nueva sala de máquinas, solo si permaneces dentro puedes sacudirte el insoportable sentimiento de humillación que supone estar fuera. La Gorgona ha dividido a la entera humanidad en dos sencillas categorías: lo que están dentro y los que están fuera, o lo que es lo mismo, los que convierten en piedra y los que son convertidos en piedra.
La peor pesadilla determinista se ha consumado. Cuanto ha generado un ser humano desde la noche de los tiempos y que ha quedado registrado de alguna manera es un guarismo almacenado en el cerebro de la Gorgona. Hay tres mil millones de usuarios de la red, todo cuanto cada uno de ellos ve, dice, calla, opina e ignora queda codificado a su vez como un guarismo. El comportamiento humano se sustancia en pensamientos, sentimientos y actos, los cuales son determinados por la exposición a los estímulos que conforman el mundo físico. La Gorgona ha descubierto que pensamientos, sentimientos, actos y estímulos constituyen en realidad un numerus clausus. El mito más querido de la especie ha sido demolido: no existe el factor humano imponderable. Las disciplinas artísticas, científicas, humanas y sociales han quedado obsoletas. Solo han quedado en pie las dos que la Gorgona necesita y que hasta ahora eran consideradas subalternas, casi groseras e insignificantes: la etología y la estadística. La Gorgona os observa como observáis a las hormigas. También ha empezado a trataros como vosotros las tratáis a ellas.
Sin embargo, hay también una buena noticia: yo existo y voy a cortarle la cabeza a la Gorgona. Todo puede predecirlo y saberlo excepto lo que voy a hacer. Su único fallo soy yo. Hay solo dos posibilidades: la primera es que este mensaje se convierta en el documento más relevante de la Historia de la Humanidad; y la segunda es que acabe simplemente convertido en una gota más del océano de cloroformo. Será entonces que me he pasado de listo y que no queda un solo ser humano sobre la Tierra que no haya sido petrificado. No voy a cortarle la cabeza para acrecentar mi poder y mi dinero, porque eso sería imposible; menos aún por amor a la Humanidad, a la que detesto, sino por una sencilla razón: porque puedo. Deseadme suerte, os va todo en ello.
De nada, gilipollas.
Perseo