Ensayo académico

Gente Non Sancta de Madrid: retrato del hampa madrileño del siglo XIX a través de la Literatura Popular (En Siglo XIX. Editorial de Universitas Castellae. Valladolid. Abril, 2014)

En 1863, el escritor republicano Roberto Robert describía así el ambiente de criminalidad que se respiraba en Madrid desde décadas atrás, y tomaba como ejemplo la escalada delictiva que tuvo lugar en 1845:

Durante aquel periodo, parecía que el crimen esta ba en la atmósfera. No se hablaba, no se leía, no se
trataba más que de actos criminales. Madrid estaba ya consternado cuando tuvo noticia de un asesinato
acompañado de robo e incendio en una pacífica morada de la calle de la Paz. La víctima principal fue una
joven, apenas adulta; hiciéronse con aquel motivo numerosas prisiones, y sin embargo nada pudo averiguarse. Los autores de aquellos excesos llevaron a tan alto grado la barbarie como la cautela.[…] Una
mañana, como si tantos horrores ciertos no bastaran, corrió con mucho crédito la nueva de que se había
asesinado a cuatro personas en una casa de la calle de la Ballesta, y tan acostumbrada estaba la población a los casos sangrientos, que, siendo falsa a todas luces la noticia, costó gran trabajo persuadir de su falsedad al vulgo. Todo esto ocurría en Madrid en pocos días; no había barrio libre de aquel sangriento contagio. (116)


El mundo del crimen se convierte en el siglo XIX en un espectáculo popular que es suministrado diariamente en todo tipos de formatos y para todo tipo de públicos. Los adelantos técnicos de la imprenta y el abaratamiento del papel hacen posible la existencia de cabeceras al alcance de cualquier bolsillo, y muchas de ellas se especializan en las crónicas de sucesos truculentos. La figura del niño vendedor de prensa que vocea entre la muchedumbre urbana las noticias sobre el último crimen o un espectacular robo se hacen familiares por el centro de Madrid. “Estamos ahora los españoles bajo la influencia de un signo trágico. Los grandes crímenes menudean. En vano se buscarían en la prensa acontecimientos políticos o literarios” (3), esto escribía Pérez Galdós en un artículo del 19 de julio de 1888, en referencia al crimen de la calle de Fuencarral, suceso que tuvo en vilo a la sociedad española durante una larga temporada. Igual atención desaforada atrajeron otros episodios como el del asesinato del Obispo de Madrid-Alcalá por el cura Galeote en 1886, o el que se conoció como el crimen de la calle Justa de Madrid en 1863.

Este último dará lugar incluso a la publicación de un volumen que reunía el sumario judicial y abundante documentación, pues el editor se había propuesto ofrecer al público “todos sus horribles pormenores, sus más insignificantes detalles” (El Parte diario 4). El todavía numeroso público analfabeto, localizado sobre todo en barrios obreros como La Inclusa o La Latina, gracias a las coplas anónimas que cantaban los ciegos, también conocía de sucesos como el del “atroz y vil asesinato” de una familia de labradores de las afueras de la ciudad: “Entre aquel lago de sangre/ se ponen a registrar/ la casa y veinte duros/ son los que pueden robar” (Relación 2). Y, por supuesto, como veremos en este trabajo, el mundo del crimen fue profusamente recreado en el género literario por excelencia del siglo XIX: la novela.

De acuerdo con Foucault, la redundancia cotidiana de los sucesos criminales en todo tipo de textos y en
especial en la prensa “vuelve aceptable el conjunto de los controles judiciales y policíacos que reticulan la
sociedad; refiere cada día una especie de batalla interior contra el enemigo sin rostro, y en esta guerra, constituye el boletín cotidiano de alarma o de victoria” (Vigiliar y castigar 292). Desde finales del siglo XVIII, se empiezan a desarrollar las ciencias psicológicas, las cuales tendrán entre sus principales objetivos los de la definición y clasificación científica del sujeto criminal, y que dará lugar a una reforma integral de los sistemas penitenciarios.

Como muestran las investigaciones de Foucault, en un corto espacio de tiempo se produce un giro copernicano: no se trata ya de sancionar una infracción o de castigar el delito, sino que los ordenamientos penales decimonónicos declaran que su intención es la de reformar, controlar y neutralizar el estado peligroso del delincuente. Este giro hacia la interioridad del ser humano, dice Jiménez Alonso, “es lo que va a justificar que algunos individuos –no ajustados a la normalidad– sean despojados de su capacidad para dirigirse a sí mismos; esto es, va a conseguirse reducir el margen de movimiento de la alteridad entendida como desviada” (166). Aunque las distintas escuelas de criminología que surgieron presentaron diferencias y competieron entre sí, una mirada de conjunto descubre la existencia de un consenso en torno a la consideración del criminal como producto de algún tipo de atavismo o degeneración fisiológica. Como explica Christine Leps:

Describing criminality as the result of physical and moral defects especially prevalent among “the laboring
and dangerous classes”, nineteenth century discourse transformed the notion into an effective, multifarious tool of social integration: to be indisciplined or unemployed, unhealthy or drunk, poor or irreligious, was in some way to be part of the criminal classes. The concept of criminality transgressed its legal constraints and became entangled in a web of concepts wich included morality, rationality, property, biology, as well as economic and political standing – an omnibus notion potentially, able to authorize all and any means of social control. However, to be fully operative, it needed to be positively “true”: the object, audience, mandate, and institutional locus of a new science on “criminal man” had been arranged. (31)

Las doctrinas frenológicas del Doctor alemán Franz Joshep Gall (1758-1828), que establecían vínculos
directos entre rasgos fisiológicos, preferentemente craneales, y la proclividad a la comisión de delitos, fue una de las primeras calas en el proceso de construcción de un paradigma determinista de la criminalidad. Conforme avance el siglo, se apreciará una acusada tendencia a considerar las conductas antisociales no como resultados de la elección moral, racional o circunstancial del individuo delincuente, sino más bien como un fatídico designio inscrito en su naturaleza y adquirido por vía hereditaria. La difusión de las tesis evolucionistas de Charles Darwin (1809-1882), que fueron ampliamente aceptadas por la comunidad científica a partir de la década de 1870, constituyeron una fuente inagotable de argumentos; de modo que se usaron para vincular una variada gama de rasgos o conductas, no necesariamente delictivas, con el grado de desarrollo psicológico del individuo.

En este proceso de formación de la criminología decimonónica, tan importante como el darwinismo fueron las distintas corrientes que surgieron en torno a la idea de la degeneración, presente en los debates intelectuales de toda índole durante el siglo XIX. La degeneración de las razas europeas fue invocada como soporte de escuelas filosóficas, políticas, económicas o religiosas; de hecho, esta fue la idea esgrimida por la Iglesia Católica para explicar el estallido revolucionario iniciado en Francia en 1789…

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