Ciencia-ficción

LAS GUERRAS DE LA EVOLUCIÓN (NOVELA)

SINOPSIS DE «LAS GUERRAS DE LA EVOLUCIÓN»

Las élites económicas y políticas del planeta llevan casi un siglo preparando programas de aceleración evolutiva. Los escritos de Charles Darwin, Herbert Spencer y Jean-Baptiste Lamarck constituyen para ellos manuales de eugenesia masiva. Hay 7 mil millones de seres humanos sobre la faz de la Tierra. ¿Cuántos merecen seguir existiendo? Simplemente pasarán a la siguiente fase evolutiva aquellos que sepan preservarse de las tres plagas que van a ser desencadenadas sobre la Tierra: la primera de abejas, la segunda de cucarachas y, finalmente, una tercera de cocodrilos.

 ¿Quiénes son estos individuos sin escrúpulos? Ellos se definen como los únicos y verdaderos filántropos. Aman a la especie humana y por ello quieren protegerla a cualquier precio; y este va a ser alto: eliminar sistemáticamente a toda aquella persona que no sepa conquistar la supervivencia.

«Los evolucionistas» cuentan con unos aliados invencibles: la aristocracia extraterrestre que lleva milenios guiando nuestro proceso evolutivo paso a paso. Las circunstancias han cambiado y se hace necesaria una profunda aceleración: lo que se pensaba que debía durar unos cien mil años más, debe ser ejecutado en apenas uno. Los actuales humanos resultan inservibles como combatientes en las inminentes Guerras Intergalácticas. ¿Cuántos serán capaces de pasar las pruebas y qué les espera a los que las pasen? ¿Quiénes son esos extraterrestres que entrenan a los humanos y quiénes son los extraterrestres beligerantes?


Capítulo 3: La visita (fragmento)

Hacía calor también dentro de la recepción de la cárcel. Carlos depositaba sus pertenencias en el control de seguridad de la Prisión de Máxima Seguridad del Estado y sudaba copiosamente. La funcionaria de la entrada que le recibió era guapa y fea al mismo tiempo, esto último por culpa del uniforme rojo de rayas naranjas brillantes que le cubría hasta el cuello. Carlos pensó que esa vestimenta era muy apropiada para matar la libido de los presos. Cuando la mujer le inspeccionaba la entrepierna, recibió un escalofrío al tacto de las enguantadas manos. No era lujuria, sino puro miedo a un atentado contra la integridad de sus genitales. Estaba penetrando en un moderno castillo medieval de arquitectura ultradefensiva construido sin embargo con los mismos materiales de un shopping center cualquiera de los que se hallaban por toda la ciudad. Las altísimas y desangeladas paredes de hormigón de la prisión solo se concedían el adorno de concertinas en espiral en su parte superior. Estas le sugirieron a Carlos la idea de un ejército de cuervos metálicos perfectamente alineados a la espera de una orden de descenso y ataque. Aquel recinto estaba diseñado en cada uno de sus detalles para borrar todo atisbo de belleza o humanidad.

Después del primer control, Carlos fue sometido a un segundo, esta vez por un hombre a quien el uniforme rojo y naranja le sentaba de perlas, pues armonizaba a la perfección con sus facciones patibularias y amenazantes. Los testículos de Carlos recibieron un masaje todavía menos suave. Tras no quedar duda de que Carlos no portaba objeto peligrosos, otra funcionaria se dispuso a conducirle a través de un pasillo moteado de celdas clausuradas, sin ventana alguna al exterior. Esta tercera servidora del aparato represivo estatal constituía un híbrido de la feminidad anulada de la primera y la fiereza natural del segundo: Carlos sintió un gran alivio al comprobar que sus atributos masculinos gozaban ya de salvoconducto y que no recibiría el tocamiento inquisitivo de esta mujer que rezumaba el erotismo propio de una monja nonagenaria.

“Pasé ahí – le dijo la funcionaria-. El alcaide de la prisión llegará en un momento”. Carlos se introdujo en la sala. Una tenue bombilla colgaba del techo, no había mobiliario alguno, solo una mampara de cristal a través de la cual se contemplaba la estancia contigua donde estaba el doctor Aranda. Solo podía ver su espalda, pues este se estaba inclinando sobre un terrario rectangular en cuyo interior se percibía un activo movimiento de insectos, aunque no pudo identificar qué eran. Había otro terrario de dimensiones mayores, como de un metro de largo y un metro de alto en el que los insectos subían y bajaban volando. “Son abejas”, se dijo Carlos, y en ese momento se abrió de nuevo la puerta de la sala. Un hombre de unos sesenta años de aspecto apesadumbrado, cargado de años y ojeras, aunque no obstante de expresión firme y resolutiva, se introdujo en el recinto y se presentó como el alcaide de la prisión:  Alejandro Casal.

– Buenas tardes, doctor Bravo. El protocolo obliga a que el propio alcaide explique personalmente las normas del careo a los visitantes de presos de máximo riesgo. Estas son: puede elegir usted entre concurrir en una sala con una mampara de metacrilato que les separe o penetrar en la celda que ve usted ahí. En el primer caso, el doctor Aranda debería ser trasladado, por lo que su entrevista se retrasaría entre treinta y treinta y cinco minutos. Si decide entrar, podrá hablar con el preso inmediatamente. En todo momento tres funcionarios vigilarán la conversación para evitar que se produzca altercado alguno, aunque permanecerán fuera de la celda.

-¿Qué me recomienda usted?

-La primera opción cancela todo peligro para usted. La segunda deja unos cinco segundos entre que los vigilantes apreciasen circunstancias extrañas y pudiesen ingresar en la celda para auxiliarle. Yo no estoy aquí para recomendar, no soy un camarero. Lo que sí le puedo decir es que de cada diez psiquiatras que están en su situación, nueve escogen entrar directamente a la celda para poder evaluar al preso sin intermediación alguna.

Mientras el alcaide hablaba, al otro lado del cristal vio como se daba la vuelta el doctor Aranda. Ahí estaba aquel tipo, sin duda más envejecido, pero tan enérgico como antaño, irradiando seguridad y mando. La visión del asesino, que era su exprofesor de la asignatura de Neurología Aplicada, le retrotrajo a sus tiempos de estudiante: aquel profesor era acaso el único ante el que se había sentido intimidado en todo su tiempo en la facultad de Psiquiatría. Carlos volvió a prestar atención al señor Casal, que se había callado esperando una réplica.

-Y puedo preguntarle qué opina usted de esa minoría de psiquiatras cobardes.

-Esos psiquiatras que escogen la seguridad al 100%, en vez de la del 90% que supone meterse en esa habitación, siguen la filosofía con la que está construida esta prisión: eliminar cualquier punto débil por nimio que este sea. ¿Imagina usted que se construyese una cárcel a sabiendas de que existen una serie de agujeros y zonas ciegas que se dejan de atender? Por ello, para mí no son psiquiatras cobardes. Bien, decida.

-Entro.

-Buena decisión. Firme aquí. En la hoja se especifica que asume los riesgos.

-Disculpe, una pregunta más: ¿cómo es posible que se le haya permitido al preso poseer esos dos terrarios con insectos en su celda? ¿No conculca ninguna de sus estrictas normas protocolarias?

Carlos se dispuso a salir de la habitación sin una respuesta, pues el alcaide parecía haber ignorado la pregunta. Fuera le esperaban los otros tres guardias del benévolo ejército estatal. Cuando salía, escuchó al señor Casal que le decía: “No se considere usted necesariamente un valiente. En realidad, los nueve psiquiatras que eligen entrar corriendo riesgos lo hacen por el miedo a lo que opinen de ellos, a que su masculinidad sea cuestionada, ya sabe, al no soy un gallina. Ninguno lo hace por un prurito de profesionalidad, créame”. Carlos no se dio la vuelta para contestarle, pero se quedó pensando en esas palabras. Cuando los funcionarios descorrían cerrojos, manipulaban candados y le franqueaban el paso a la estancia donde se encontraba el doctor Aranda, hubo de reconocerse a sí mismo que no sabía bien por qué había escogido entrar en la celda con aquel tipo que acababa de asesinar a su mujer y a sus tres nietos a sangre fría y con una sonrisa en los labios. Tuvo que reconocerse que en parte era debido a aquello de la hombría que había mencionado el alcaide. También influyó un hecho: era la primera vez que tenía una entrevista en esta cárcel de Máxima Seguridad, los asesinos a quienes había entrevistado en otras ocasiones eran de poca monta. Él era un excepcional teórico de la medicina psiquiátrica, pero debía admitir que le faltaba trabajo de campo. Finalmente, también le habían inclinado a esta decisión su nerviosismo. Tenía que reconocerlo: se sentía confuso, disminuido, sobrepasado, sin el pleno control de sus facultades. Los acontecimientos del último día estaban resquebrajando su habitual frialdad y capacidad analítica. Por primera vez en muchos años, no pensaba con claridad. Una punzada desconocida de desamparo le oprimió en algún punto de su cerebro y le retumbó al corazón. Si fuese el de siempre, pensaba Carlos, no hubiese dudado, la opción correcta hubiese sido inmediatamente ponderada y salido vencedora. Se abría la puerta de la celda y aún seguía dudando de si había hecho lo correcto.

– Está usted en lo cierto. Como alcaide de esta prisión, mi filosofía es la de seguir el 100 % de las normas para atajar cualquier riesgo. Mis superiores no son de la misma opinión y, como usted, se sienten agusto respetando el 90 %. El doctor Aranda debe tener buenos amigos en las alturas y también mucho dinero. Solo puedo decirle que he recibido una orden para que el preso introduzca en su celda esos dos contenedores llenos de bichos. Buenas tardes, doctor Bravo.

-¡El doctor Carlos Bravo! ¡Querido amigo mío! No sabe usted el placer que me produce tenerlo delante, aunque quizá no sean estas las mejores circunstancias para tan añorado reencuentro, ¿no cree, amigo?

-Hola, doctor Aranda, encantado de saludarle.

Carlos se arrepintió al instante de su estúpido saludo. No esperaba esa cordialidad tan desbordante, pues la expresión del doctor Aranda era de genuina alegría y calidez, efectivamente parecía que le esperaba como a un amigo añorado.

– Pero no se quede usted ahí, pase pase por favor y siéntese en esa silla. Tome acomodo. Vaya, parece que por usted no han pasado los años. Le recuerdo perfectamente la última vez que le vi para comunicarle que había sacado usted un notable. Su decepcionada cara me llamó la atención. Sin duda esperaba la matrícula de honor que le daban todos mis colegas. Hasta diría que su expresión de timidez sigue ahí en su rostro… Pero, ¿no le estaré intimidando? Ahora somos los dos colegas y nos convoca un asunto profesional. A trabajar… Pero, no me miré así, hombre, pregunte, pregunte, que para eso estamos aquí.

– ¿Por qué tiene esos terrarios en la celda? ¿Son abejas y… cucarachas?

– ¡Gran observación, doctor Bravo! Efectivamente, se trata de abejas y cucarachas – el doctor Aranda dijo esto mientras se levantaba de la silla y se dirigía hacía el terrario que quedaba a la izquierda y que contenía un enjambre de abejas-. Observe, querido colega, estos especímenes que tengo aquí son extraordinarios. Fíjese, son de lengua larga, magníficos ejemplares de apideas, vulgarmente conocidas como abejas domésticas. Inconfundibles: su coloración brillante naranja y negra alerta a sus enemigos de que deben pensárselo dos veces antes de atacarlas porque estarán dispuestas a defenderse ferozmente. ¿No le parece admirable el lenguaje de la naturaleza? Su gramática es la teoría de la evolución, la supervivencia de las especies más aptas que saben imponerse a las adversidades, mutar, conquistar su terreno. ¡Oh, el divino Darwin! Todos los caminos nos conducen a él, ¿no cree, doctor?

– Sí, supongo que tiene usted razón.

–  No parece muy convencido…. ¿Sabe usted cuánto tiempo llevan estos simpáticos y coloridos seres habitando nuestro planeta?

-…

– ¡Ah, querido doctor! Me está poniendo difícil otra vez que le otorgue a usted su añorada matrícula de honor… Ja,ja,ja,ja. Bromeo, no me haga caso y le ruego que no se ofenda. Ya sabe usted de mi afición al humor, no puedo evitar gastar bromas, pero no me lo tome en consideración, no hay malicia alguna en lo que digo… ni en lo que hago, por supuesto.

– ¿Por qué mató usted a su esposa y sus tres nietos, doctor Aranda?

– ¡Ni más ni menos que 100 millones de años! Pocos ejemplos existen de tan extraordinario éxito evolutivo. Su caso es excepcional, pero no solo consituyen una deslumbrante prueba de la conservación y propagación de una misma especie, sino que además resultan vitales para las demás, entre ellas, la nuestra.  Querido doctor, las abejas son los polinizadores más importantes del reino vegetal y sin ellas los humanos no podríamos ingerir ni un tercio del total de los alimentos que consumimos. ¿No le parece asombroso?

– Lo es. Es tan asombroso como que haya usted degollado a su esposa con un hacha y la haya metido luego en bolsas de plástico perfectamente medidas y etiquetadas, mientras sus nietos estaban maniatados y observaban la escena a la que luego les sumó usted uno a uno. ¿Por qué hizo semejante cosa?

– Doctor, he escuchado su primera pregunta. No hago otra cosa que contestarla.

– No lo creo.

– ¡Ay, sigue siendo usted impaciente! Y algo insolente también, aunque este rasgo de su personalidad me gusta más: es una baza imprescindible en la lucha por la supervivencia. ¿Sabe usted que comparte esta característica con estas otras extraordinarias criaturas que tenemos aquí?- esto dijo el doctor Aranda mientras se movía hacia el terrario de la derecha-. Puede usted llamarlas cucarachas, aunque prefiero su más ajustado nombre latino: blattodeas. Efectivamente, la insolencia les lleva a no respetar absolutamente nada con tal de que ello les asegure la eterna existencia sobre este planeta. Son casi los únicos insectos que no han podido ser expulsados de las ciudades, viven en todas las casas, detrás de cualquier pared, acechando en todas las cañerías donde nuestros hijos y esposas toman el baño y se asean. Eso solo se logra con una gran dosis de insolencia. ¿Cuántos millones de años llevan las cucarachas habitando este mundo que los humanos creen que les pertenece?…. Sospecho que esta tampoco la sabe doctor… Bien, se lo diré: más de 300 millones de años. ¡Son las campeonas absolutas de la evolución! ¡Admirables!

Observe a cualquiera de estos majestuosos ejemplares de cucarachas. Usted podría aplastarlas con su zapato, no parecen muy rápidas ¿verdad? Depende, no todas las blottodeas son iguales, algunas de sus especies poseen alas y son muy veloces. Fíjese en esta hembra que tenemos aquí. ¿Ve esta especie de estuche que cuelga de su abdomen? Se llama ooteca y guarda entre 30 y 40 huevecillos que puede depositar en cualquier momento. Los lugares más apropiados para un correcto desarrollo son los oscuros y húmedos. El cuerpo humano, por ejemplo, es perfecto para este cometido. Debido a que las cucarachas son muy insolentes y hacen lo que necesiten para que la rueda de la existencia no se detenga en ellas, están capacitada para volar desde este terrario a, por ejemplo, su boca u oídos en apenas tres o cuatro de segundos. Usted sería una perfecta cuna para su multitudinaria prole. La crías nacerían naturalmente insolentes, por lo que sin duda encontrarían la manera de abandonar el cuerpo de usted. Aunque claro, al hacerlo, usted podría sufrir algún que otro daño. Piénselo, doctor, bastarían 3 o 4 segundos.  

En ese momento, el doctor Aranda, sin dejar de mostrar su amplia y amable sonrisa, dirigió su mirada hacia la puerta de la celda, luego hacía el cristal de enfrente donde sabía que el alcaide estaba estudiando cada una de sus palabras. Carlos sintió un escalofrío. Su sudoración aumentó. Se conjuró no obstante para que su expresión facial escondiese la creciente confusión y nerviosismo que estaba experimentando. Finalmente habló:

– Doctor Aranda, estoy empezando a pensar que, efectivamente, está usted loco. Eso me facilitará mi trabajo: diré que ha perdido la razón. ¿Eso es lo que desea?

– Doctor,  ¿considera que Charles Darwin, Lamarck y Spencer eran unos locos?

En ese momento, el doctor Aranda se acercó a una estantería que contenía tres libros. Los tres parecían antiguos debido a sus tapas gruesas y duras, de material noble. Era sin duda ejemplares de fines del siglo XIX. Además, todos ellos parecían pertenecer a una misma casa editorial, ya que compartían el formato, la coloración verde y la tipografía de los caracteres. Carlos observó que en sus lomos se mostraba un mismo anagrama. Era una especie de dibujo que parecía ser el emblema de una antigua casa editorial. El doctor Aranda, aún de pie, se situó delante de Carlos, que seguía sentado, y abrió el ejemplar que había tomado en sus manos. Se disponía a leer cuando se detuvo, alzó la vista y se quedó mirando a Carlos, quien miraba la portada del libro tratando de descifrar el título de la obra: imposible, estaba en alemán, aunque pudo reconocer el nombre del autor: Charles Darwin. Lo que sí pudo distinguir perfectamente era el dibujo: un círculo cuyo contorno no estaba trazado por líneas, sino por las figuras estilizadas y entrelazadas de una abeja, una cucaracha y un cocodrilo. Todo recordaba a la factura de aquellos maestros ilustradores de libros del siglo XIX que gustaban de otorgar a sus creaciones de un gran realismo mediante la acumulación de detalles preciosistas. A pesar del reducido tamaño de aquellos dibujos, se apreciaba el esmero con el que se habían trazado las pelos de la abeja, las antenas de la cucaracha o los dientes del reptil.  Dentro había una inscripción en alemán. A Carlos aquel dibujo le resultaba ligeramente familiar; estaba seguro de haberlo visto antes, pero debido a su tribulación presente era incapaz de ubicarlo.

– Doctor Bravo, ¿sabe usted alemán?… No, parece que no. Le he vuelto a descubrir en una falta. Ja,ja,ja… Esta vez ni siquiera me va a dejar a usted que le dé un notable… ¡Bromeo, amigo mío! No podemos saberlo todo. Aunque, también es cierto, y seguro que está de acuerdo conmigo, que cuanto más sepamos cada uno de nosotros mayor será el servicio que le hacemos a nuestra especie humana en conjunto. ¿No cree?

– Doctor Aranda, le ruego que ponga fin a esta farsa. Solo necesito que me responda a la pregunta que le he hecho. Luego me iré y le dejaré con sus libros y sus insectos.

– Amigo, ha sido usted muy amable en venir a visitarme, y ya solo le ruego que me conceda un minuto más. Quiero leerle este párrafo, proviene del capítulo quinto del mayor monumento a la inteligencia levantado por la humanidad, naturalmente me refiero a El origen de las especies de Charles Darwin. Se lo traduciré del alemán. Solo un minuto y será usted completamente libre para volver a su casa con su esposa y su hijo:

Entre los salvajes, los individuos débiles en cuerpo y mente desaparecen muy pronto, y los que sobreviven se distinguen comúnmente por su vigorosa salud. Nosotros, los hombres civilizados, en cambio, nos esforzamos por frenar el proceso de eliminación; construimos asilos para los imbéciles, los mutilados y los enfermos; legislamos leyes para los pobres, y nuestros médicos apelan a toda su habilidad para conservar el mayor tiempo posible la vida de cada individuo. Hay muchísimas razones para creer que la vacuna ha salvado la vida a millares de personas que, por la debilidad de su constitución, hubieran sucumbido a los ataques de la viruela. En consecuencia, los miembros débiles de las sociedades civilizadas propagan su especie criando un hijo…

¡Antonio! Carlos saltó de la silla, estuvo a punto volcar la mesa. El doctor Aranda hizo una mueca de sorpresa, aunque en ningún momento perdió su sonrisa. Miraba divertido como Carlos se abalanzaba sobre la puerta y la aporreaba con desesperación pidiendo que le abriesen. Los guardias tardaron cinco segundos en hacerlo. Antes de abandonar la celda, Carlos dirigió su mirada hacia el libro: efectivamente, aquel dibujo de una cucaracha, una abeja y un cocodrilo que formaba un círculo era exactamente igual que el que había visto en los tres libros que reposaban sobre la mesa escritorio del cuarto de su hijo Antonio.

¿Cuánto más tardaría el enjambre de abejas en encontrar un boquete, en ensancharlo y en penetrar en la cabaña? Estas abejas actuaban como una especie de taladrador, martillo o porra: su estrategia resultaba de todo punto desconcertante. Era como si de repente hubiesen descubierto la ingeniería aeronáutica. Se amalgamaban en millares formando columnas de ataque y dibujando formas con las que destruir cualquier material que tuviesen delante. Cuando la marabunta incontrolable había descendido del cielo de improviso y cubierto la ciudad de oscuridad habían sido capaces de destrozar edificios enteros. Carlos se hallaba en su despacho de la Facultad de Psiquiatría cuando había atisbado por primera vez la plaga de abejas ultrainteligentes. El ruido que procedía de la calle, un zumbido atronador como de miles de motores de vehículos rugiendo al unísono, le había hecho alarmarse. Se había quedado paralizado. De la calle provenían gritos y chillidos de espanto. Distinguió una voz que decía: ¡métanse en los edificios! Carlos sintió una especie de orden interior, categórica, que obedeció al instante: ¡al sótano de la biblioteca!

Su oficina se hallaba en el segundo piso. Se lanzó a las escaleras, cuyos peldaños bajó a saltos de tres en tres. No había nadie en los pasillos, eran las cinco de la tarde y casi todos habían vuelto ya a sus casas. Solo un puñado de unos veinte estudiantes, los más diligentes, pues allí estaban recluidos a pesar de que no había exámenes a la vista, estaban metidos en la biblioteca. El lugar estaba bien insonorizado y no habían escuchado nada. Carlos les gritaba que le siguiesen, que estaban en peligro y que tenían que resguardarse en el sótano. ¿Un sótano? Ninguno de ellos sabía que existiese tal cosa en aquel lugar. Para acceder a este escondrijo era necesario atravesar el mostrador donde se prestaban y devolvían los libros. En un pasillo al fondo había una portezuela que franqueaba el acceso a una biblioteca. Aquel espacio húmedo y oscuro había sido creado muchos años atrás por un grupo de profesores de ideas no demasiado populares en su época que consideraron que ciertos libros corrían peligro de acabar alimentando las hogueras de las cabezas poco tolerantes. No muchos profesores de la facultad sabían de la existencia de la biblioteca clandestina de resonancias masónicas. Carlos era uno de ellos, pues como marcaban las normas de aquel grupo de profesores selectos y extravagantes al jubilarse debían elegir al depositario de aquel conocimiento.

El tropel de estudiantes siguió a Carlos. Cerró de un portazo. Encendió la modesta bombilla que colgaba del techo.  La tenue luz desveló la existencia de unas paredes repletas de estanterías de madera de nogal colmadas de libros, la mayor parte ediciones viejas, de cientos de años. El espacio tenía la capacidad justa para contener a veinte cuerpos de pie sin tocarse, si hubiese unos cuantos más la estrechez podría resultar incómoda. Tras cerrarse el portalón, nadie pronunció palabra. El mutismo resultaba desconcertante. Una chica muy bajita y rechoncha, que parecía escondida detrás de unas enormes gafas de montura metálica plateada y cristales cuadros, dijo con una voz firme y rotunda: “Por favor, explíquenos profesor Bravo qué demonios estamos haciendo aquí”.

-Veréis, esto no es sencillo de explicar. Y ni siquiera estoy aún seguro de que se trate de lo que sospecho. Lo cierto hasta ahora es que ahí fuera hay una plaga de abejas asesinas, genéticamente modificadas que están asolando cuanto encuentran a su paso…

Sonaron golpes en la puerta. Alguien llamaba desde fuera con desesperación. Carlos pidió al grupo de estudiantes que se recluyesen en la pared del fondo del habitáculo. Tenía que abrir la puerta. Uno de los estudiantes, un chico alto y enclenque, protestó porque no quería que abriese, si era cierto que había un enjambre de abejas alguna de ellas podía penetrar en el refugio. Carlos ignoró la petición y abrió: era Alba, la doctora Rodríguez-Ramos. ¿Cómo sabía de la existencia de la biblioteca clandestina? Eso es lo primero que Carlos le preguntó:

– Doctor Bravo, yo debería preguntarle lo mismo. Soy la heredera del secreto de la doctora Graciela Fuensanta, se jubiló hace un mes y me eligió. En fin, no creo que eso ahora sea interesante. Casi mejor que hablemos de la maldición bíblica de ahí fuera. ¿Qué mierdas está pasando? ¿Saben algo de esto?

La doctora Alba Rodríguez-Ramos, la rara. Todo en ella lo era. Quizá lo que más “su pugilística belleza”, como en soliloquios la había bautizado Carlos. La visión del rostro de esta mujer  desencadenaba una ráfaga de puñetazos en el cerebro de los varones, que se veían sobrepasados para procesar tanta perfección junta. Se necesitaba un día entero para contemplar sus labios, otro para sus ojos, no menos para tratar de comprender por qué las líneas de su mentón anulaban cualquier intento de formulación de un canon de la belleza femenina porque todo lo que resultaba necesario era decir: belleza es sencillamente lo que uno observa cuando observa a Alba Rodríguez-Ramos. Una vez, David, el amigo de Carlos, se la había cruzado en el pasillo de la facultad en una visita y le había comentado, con su habitual querencia por el lenguaje directo: “¡Dios mío, Carlos, ¿cómo es posible que seas capaz de concentrarte ni un solo minuto en este despacho sabiendo que hay una hembra como esta alrededor?”.

La doctora, además, era la más brillante especialista en Neurobiología del país, también quizá en el entero planeta; pero, y esto le emparentaba con el doctor Bravo, mostraba una beligerante aversión al estrellato académico y rehuía cualquier marketing de sí misma. Se limitaba a dar sus clases y a escribir concienzudos artículos que sus colegas de disciplina discutían asombrados en los congresos a los que la dama rechazaba sistemáticamente acudir. Carlos apenas había cruzado palabras con ella. Y ahora estaba fascinado por su manera de hablar: llana, directa, chispeante, procaz.

-¿Usted es el doctor Bravo, verdad? Qué bien, los dos profesores raritos de la facultad, porque supongo que es consciente de que así le llaman todos, tanto a usted como a mí,  recluidos en la caverna donde desde hace cientos de años se reunían también los profesores estrafalarios y chalados que por aquí han pasado. Y ahí fuera la mierda más rara que he visto en toda mi vida, y le aseguro que las he visto de todos los colores y tamaños.

Por un segundo, un absurdo pensamiento cruzó por la mente de Carlos: ¡qué suerte que por fin haya podido hablar con esta mujer! Se recriminó enseguida tal frivolidad. No tuvo tiempo sin embargo para seguir flagelándose y embelesándose al mismo tiempo escuchando a la doctora Alba Rodriguez-Ramos, que contra todo lo que había podido imaginar era una mujer charlatana, de parla fácil y torrencial. Una estudiante, presa de un ataque de pánico, comenzó a gritar: ¡Quiero salir de aquí! ¡Abran esa puerta! La angustia se contagió al rostro de otros estudiantes. Todos empezaban a tomar conciencia de la irrealidad inquietante de la situación. La doctora Rodríguez-Ramos trató de imponer calma.  

– Muchachos, ninguno queremos estar aquí, estamos todos de acuerdo en eso. Pero de momento parece lo más sensato. Recopilando lo que yo puedo decirles y que he visto desde mi ventana del despacho. Ahí fuera hay billones de abejas que se han convertido de repente en una especie de escuadrón de aviones. Lo que he visto solo puedo compararlo a las películas bélicas de la Segunda Guerra Mundial, pero mezcladas con las películas de dibujos animados, esas en las que pájaros o los insectos humanizados forman figuras acrobáticas… Tengo una hijita de cinco años y últimamente gasto mucho tiempo viendo estas ocurrencias de Disney. En fin, que lo que está pasando no tiene ninguna lógica. Las abejas no se comportan así, y se de lo que hablo, llevo quince años estudiando el cerebro de los bichos para ver cuánto se parecen al de los humanos. Parece que de repente a las abejas les haya dado por imitarnos y lo primero que se las haya ocurrido es meterse en la industria cinematográfica. Nada tiene ningún sentido y es esto lo que puedo decirles ¿Saben ustedes algo más?

El discurso de la doctora Rodríguez-Ramos tuvo un efecto calmante inmediato en la hacinada concurrencia. Algunos estudiantes incluso habían sonreído al escucharla. Carlos no había sido inmune tampoco, pero la mención de la hija de Alba le llevó inmediatamente a pensar en su hijo Antonio y en… Ariana. Para su vergüenza, en realidad, tenía que confesarse que la obsesión que le causaba la seguridad de su hijo no era la misma que le producía pensar en qué le estaba sucediendo a ella. ¿Por qué? No se permitió detenerse en estas consideraciones, sintió su deber comunicar lo que hasta entonces sabía.

-Creo que tengo algo más de información, aunque les aviso de que es igualmente delirante. Puede que que esta plaga de abejas no sea casual y que esté orquestada por individuos que forman una especie de secta peligrosa y, por lo visto, muy poderosa y con recursos ilimitados como para haber manipulado genéticamente a todas las abejas de la Tierra y convertirlas en un arma. Siento no poder ser más preciso, ni siquiera puedo asegurarles que lo que les voy a decir sea cierto. Sin embargo, es posible que lo sea: se trata de un experimento masivo de eugenesia. Una panda de chalados millonarios quieren aplicar a la entera humanidad un gigantesco proceso de aceleración evolutiva. Interpretan las teorías de Darwin, Spencer y Lamarck como una especie de verdad revelada y han llegado a la conclusión de que los individuos débiles de la especie deben perecer. ¿Por qué? No lo tengo claro aún, aunque uno de los motivos es porque quieren que los débiles no frenen el progreso de los más fuertes. Las abejas me temo que son solo la primera oleada. Estoy en disposición de decirles que vendrán más, hasta donde yo sé, al menos, dos: otra de cucarachas y otra de cocodrilos.

– ¿Qué mierdas nos está diciendo, profesor? Se supone que es usted una persona respetable y una eminencia científica, ¿cómo puede estar contándonos toda esta basura sacada de un mala novela de ciencia-ficción? Ustedes dos, doctor Bravo y doctora Rodríguez-Ramos, los sabios locos de la universidad, ¿qué se proponen hacernos?

La voz había salido del fondo de la estancia, provenía de una estudiante muy bajita que parecía ser la más joven de los presentes. Otros estudiantes, al escucharla, comenzaron a mirar con cara de terror hacia los dos profesores, parecían preguntarse si no estaban siendo víctimas de algún tipo de práctica extraña por parte de estos dos tipos que gozaban fama de ser extraordinariamente asociales y difíciles. “¿Qué van a hacernos?”, comenzó a gritar una chica mientras sollozaba. De repente, retumbaba un coro de gritos y lamentos:

– ¡Déjenos salir de aquí!

– ¡No les hemos hecho nada!

– ¿Por qué quieren hacernos daño?

-¡Putos tarados, se van a enterar, vamos a arruinarles sus carreras en esta facultad!

-¡Yo quiero salir de aquí! ¡Si tratan de impedirlo deberán matarme!

Esta última frase, pronunciada por un chico muy alto de constitución atlética, desató el seguimiento de otros nueve estudiantes que se adelantaron hacia la puerta. Uno de ellos se quedó con la mano agarrada al tirador, duditativo, esperando que alguno de los dos profesores le frenase en su intento de salir del receptáculo. La pasividad del doctor Bravo y la doctora Rodríguez-Ramos hizo que su determinación se tambalease. Finalmente, Carlos habló:

-Yo no voy a hacer nada para impedir que salgan, no podría, aunque si tuviese la fuerza necesaria para sacarles esa idea de la cabeza lo haría. También me gustaría maniatarles y taparles la boca. Pero eso está fuera de mi alcance. Solo me queda rogarles que no abandonen este lugar. Lo que hay fuera es totalmente desconocido. Lo prudente es esperar un tiempo, unas horas, más tarde yo mismo me ofrezco a salir para inspeccionar el panorama, pero de verdad, salir en este momento me parece algo parecido a un suicidio.

Los estudiantes de la avanzada rebelde mostraban rostros de confusión, no sabían qué hacer. El líder de la revuelta seguía dudando, sin embargo, impulsado por la responsabilidad del revuelo que había causado se sintió obligado a hablar y dijo: “Estamos siendo víctimas de un experimento psicológico orquestado por estos dos profesores locos. He escuchado de todo sobre ellos, no me sorprende lo más mínimo que nos usen para luego escribir un artículo…”. Una de las estudiantes que se había mostrado partidaria de salir añadió: “Esta misma situación la padecieron unos estudiantes de la Universidad de Minessota, lo he leído hace poco en una revista. Unos profesores les encerraron en una sala durante horas con una excusa para estudiar su comportamiento en secreto…”. El silencio que siguió a esta intervención fue roto por la primera chica que había protestado contra los dos profesores: ¡Yo me niego a ser una cobaya para los experimentos de estos dos sádicos! ¡Es ilegal y los voy a denunciar ahora mismo! ¡Me voy!”. Al decir esto, empujó la puerta para salir y la dejó abierta. La doctora Rodríguez-Ramos miró con cara de preocupación a los estudiantes y se limitó a mover su cabeza de un lado a otro en gesto de negación, les pedía que no lo hicieran. Luego se apropió del pomo y dijo: “Como ha dicho el doctor Bravo, no podemos hacer nada para retenerles, pero los que quieran irse deben tomar una decisión en este mismo momento. La puerta no volverá a abrirse hasta dentro de unas horas cuando el doctor y yo salgamos a inspeccionar. Cuento hasta diez…”. Según iba pronunciando los números: uno, dos, tres… Cuatro de los estudiantes que estaban en el umbral lo franquearom cuatro quedaron paralizados. Seis, siete, ocho… Del fondo de la estancia un chico y una chica cogidos de la mano se apresuraron a abandonar la estancia. De fuera no llegaba ningún ruido anormal. Y diez. La doctora cerró de un portazo. Dentro de la extraña biblioteca clandestina había quedado ella, el doctor Bravo y diez estudiantes…  

FIN DE LA MUESTRA